Las palabras de Romina no nos engañan, ni pretenden hacerlo; me refiero a una escritura en la que la nostalgia –porque la juventud no inmuniza la memoria– surge a borbotones, y con una violencia tierna que esgrime como arma de destrucción masiva. No, no digo tierna a veces y violenta otras; no, sino todo a la vez. Eso quiero decir, y nada de esto al mismo tiempo. Me refiero a una escritura de potencialidades; avanza y desea, se reconoce en sus ángulos, rechaza el cuerpo-casa y cada refugio, la ciudad enferma. Se convierte así en una muñeca excesiva que golpea trenes y los descarrila, que ayuna para el amor y se abre al mundo dispuesta a entregar sus órganos vitales con tal de destrozar una pared y encontrar tras ella la palabra exacta.  Y, sin embargo, sería un cliché hablar de voz poética: la de Romina Serrano es casi corporeidad poética, mano-que-trata-de-tocar-espejismos. De ella nos llega un reflejo; una palabra violeta, una voz que se abre hacia el mundo. A eso me refiero.  

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