Los difuntos viven. En un inicio, emprenden un viaje sobrenatural por territorios inhóspitos. Su partida involucra a los vivientes mediante el auxilio ritual, que abarca dos procesos: el entierro de su cuerpo y, nueve días después, el de su ánima, así como el ajuar funerario, que se coloca en el interior del ataúd y que le ayuda a afrontar las vicisitudes del viaje. Ese ajuar está conformado por una dotación de topa para su abrigo, guaraches como protección contra las piedras y espinas del camino, una vara como báculo, un cordón para asirse y escalar obstáculos, una vela para alumbrar su camino, alimentos y agua para su consumo, que también obsequian a sus parientes difuntos que los precedieron, una porción de tequezquite y hojas de maíz para los animales sobrenaturales que encontrarán en el trayecto, además de las gorditas para agradecer al perro que les ayudó a cruzar el caudaloso río y dinero para sus gastos.
Los difuntos actúan, tienen filias y animadversiones. Son sujetos de gustos, expresan su satisfacción, tanto como rechazo y enojo frente a comportamientos humanos que no les agradan. Operan como benefactores o adversarios de los vivientes. Esta ritualidad estética sagrada configura símbolos, memorias, representaciones sobre la muerte que nos recuerdan que el imaginario funerario mesoamericano vive y goza de buena salud en las prácticas rituales de las comunidades indígenas actuales, reproductoras de la herencia ancestral, pero, sobre todo, creadoras de una re-existencia y convivencia entre el aquí y el más allá. que nos seduce y conduce a todos a observar, sentir, saborear, pensar y vivir en continuum...

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